viernes, 18 de marzo de 2011

Mandrágora

Entre los fríos y grises muros, trabajaba incansable. Un incesante goteo (plic, plic,plic) y el crepitar del fuego era todo lo que se oía. Las paredes, gruesas, mohosas y húmedas, aislaban todo intento de magia del mundo exterior. Chisporroteaba el caldero, oxidado y raído, desde hacía siglos. En su interior, el inmortal brevaje. Su túnica era negra, como sus ojos y su destino. La ambición ganaba siempre la partida, y el hervor del misterioso elixir se extendía por siempre. El oscuro secreto que guardaba era el de la prisión eterna, el de los muros inexpugnables, el del aislamiento mas absoluto.
Jamás saldría de allí, oiría el incesante goteo (plic, plic, plic) y el crepitar de las llamas eternamente.
Era el castigo celeste a quienes bebían del cáliz de los dioses, del sacro elixir, de la vida eterna. Con cada gota de agua que cayera desearía, quizás, la libertad, y, con total seguridad, el contacto humano que los seres eternos tienen prohibido.
Por fin, luego de mucho trabajo, había logrado elaborar un veneno fatal: un extracto de mandrágora. Tomó el frasquito y lo acercó a su boca, pero no pudo tomarlo. Sus manos temblaban, el frasco se hizo añicos contra la pared de piedra.
El licor embriagador de la inmortalidad es de sabor amargo, pero el miedo más primordial es muchísimo mas poderoso. Desde un rincón de la habitación, el líquido se escurría entre pedazos de vidrio, ya inofensivo, pero aún amenazante. El goteo seguía, interminable (plic, plic, plic).