lunes, 21 de febrero de 2011

Zorro rojo

Volvió pronto, al caer la noche, a su seguridad. Su pelaje azulado levantaba un poco de polvo al arrastrarse por la estrecha entrada de la madriguera. En su interior tenía todo lo que necesitaba: un lugar cálido para dormir, protección contra la lluvia y refugio de los depredadores nocturnos.

Aún más, ese sencillo espacio lo reconfortaba protegiéndolo de las miradas ajenas, lo contenía y respetaba. La pradera se erguía desafiante y hostil afuera, el cielo estaba infinitamente estrellado. La noche, eterna y cómplice, lo amparaba como una manta en la semi-oscuridad de la pequeña cueva maternal. Era en verdad un espacio bastante estrecho, pero era mucho mas agradable de esa manera.

¿Cuanto tiempo había pasado desde que el sol se ocultara? Días tal vez... y podría pasar muchos más allí, en la simple comodidad de su universo personal. De a ratos dormía o se recostaba suavemente contra el suelo de tierra, disfrutando enormemente de su privacidad. Lejos quedaban las vergüenzas y las humillaciones: allí todo era libertad, mientras los sentidos se relajaban y el tacto se elevaba como único rey nocturno.

martes, 8 de febrero de 2011

El hombre del Faro III

Allá donde la luz de la noche ya no puede guiar a ningún barco, llega el resplandor del faro, acabando justo a los pies de un altísimo risco donde se erije la cárcel del sur. Este antiquísimo establecimiento se viste de olvido por algo más que su lejanía con las grandes ciudades: Se trata de un lugar que no ha sido visitado por ningún presidiario famoso de ninguna clase, ni ingeniosos estafadores, ni furtivos ladrones, ni nada. Tampoco es conocido por tener un régimen interno de alta severidad, se podría decir que es, mas bien, lo opuesto: allí la disciplina no necesita ejercerse.

Los reos son libres de ir y venir a su antojo, sabedores de que aunque intenten escapar a su encierro no hay realmente lugar al que ir, un cielo estrellado por las noches se extiende hasta el infinito, lo mismo que el agua del mar bajo las rocas del acantilado y la uniformidad de la tierra, hacia donde se mire.

Lo primero que pierden los reclusos en ese lugar es la voluntad de escapar, y los guardias, convencidos de que su suerte no es mucho mejor, añoran también las mieles de la libertad. Tanto los unos como los otros aprenden a inventar constelaciones como toda forma de entretenimiento, otros sueñan con lugares que jamás volverán a visitar, y unos pocos, apoyados sobre la muralla que da hacia el mar, alcanzan a ver la luz del faro y entablan amistad con aquella y lejana alma solitaria que, cortando a través el cielo, les hace companía noche a noche.

domingo, 6 de febrero de 2011

Las flores del desierto

Dicen que bajó de la noche vestida con sus colores, disfrazada de don y prometida a los hombres. Era el desierto, donde nadie sobrevive solo. Dicen que un grupo de beduinos la encontró y le dió de comer y beber.

Dicen que mientras habitó entre ellos, tomó por tarea el recoger el agua todas las mañanas del oasis cercano. Sus ropas, aunque sueltas, dejaban al descubierto solo sus tobillos y sus pies descalzos. Reían sus collares y pendientes mientras llenaba el ánfora, y cada gota que caía reflejaba su espejismo, fresco y limpio. Mezcla embriagadora de dolor y amor, emborrachó a cuantos bebieron del líquido cristalino. Dicen, que de su ánfora, a la manera de Pandora, derramaba también, sin embargo, consuelo y esperanza para remedio de todo lo que ella misma ocasionaba.
Era el regalo mas completo que podía ofrecer Alá: nada hacía tanto bien y tanto mal a la vez.
Dicen que trenzando una flor por cada hombre, se fue un día, caminando por el desierto.
La tribu de beduinos se dispersó y uno a uno, por dentro, fueron devorados, aún mucho después de que ella hubiera partido.
Dicen que la vieron llevando un ánfora cargada de agua y una larga corona de flores del desierto.