lunes, 10 de junio de 2013

El hombre del Faro VII

Sintió una punzada, mas fuerte que las otras, y no tuvo miedo, como otras veces, ni sintió la necesidad de ir hasta el botiquín del baño, como antes. En lugar de eso, fue caminando lentamente hasta el balcón, y apoyado en la baranda como lo hiciera siempre, miró la espiral azul de olas en eterna enemistad con las rocas de la costa. Buscando, quizás, alguna respuesta, solo pudo oír el silencio estruendoso de la espuma.
Alzó la vista hacia las estrellas. No parecían extrañadas ni conmovidas. Las contó, una por una, muchas veces, hasta que, cual si fueran ovejas, empezó a ganarle el sueño. Hubiera querido él que la luz del faro se extendiera hasta el infinito en ese momento, para que alguien lo supiera, o quizás que se vistiera de oscuridad en sentido duelo, pero ni un parpadeo alteró su luminosa rutina.
En la cárcel del sur, la hora de la cena era comunicada mediante un altavoz.
Lejos, en una ciudad cualquiera, alguien se iba a dormir temprano después de una cena frugal.
En el faro, el mar rugía y las constelaciones cantaban mudas su indiferencia.

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