martes, 8 de febrero de 2011

El hombre del Faro III

Allá donde la luz de la noche ya no puede guiar a ningún barco, llega el resplandor del faro, acabando justo a los pies de un altísimo risco donde se erije la cárcel del sur. Este antiquísimo establecimiento se viste de olvido por algo más que su lejanía con las grandes ciudades: Se trata de un lugar que no ha sido visitado por ningún presidiario famoso de ninguna clase, ni ingeniosos estafadores, ni furtivos ladrones, ni nada. Tampoco es conocido por tener un régimen interno de alta severidad, se podría decir que es, mas bien, lo opuesto: allí la disciplina no necesita ejercerse.

Los reos son libres de ir y venir a su antojo, sabedores de que aunque intenten escapar a su encierro no hay realmente lugar al que ir, un cielo estrellado por las noches se extiende hasta el infinito, lo mismo que el agua del mar bajo las rocas del acantilado y la uniformidad de la tierra, hacia donde se mire.

Lo primero que pierden los reclusos en ese lugar es la voluntad de escapar, y los guardias, convencidos de que su suerte no es mucho mejor, añoran también las mieles de la libertad. Tanto los unos como los otros aprenden a inventar constelaciones como toda forma de entretenimiento, otros sueñan con lugares que jamás volverán a visitar, y unos pocos, apoyados sobre la muralla que da hacia el mar, alcanzan a ver la luz del faro y entablan amistad con aquella y lejana alma solitaria que, cortando a través el cielo, les hace companía noche a noche.

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